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 NOCHEBUENA EN EL BORDO Dr. Francisco Jove Otero
 A Indalecio lo regresaban a Tijuana, una ciudad para   él inexplicable y rara. A pesar de su poca preparación intuía el   entremezclado combinar de las culturas mexicanas, chicana y   estadounidense. Se le antojó impresionante y señora en algunas de sus   hermosas colonias, para tropezarse con un verdadero batiburrillo de   casuchas en cañadas y colinas a las que se llegaba por peldaños de   neumáticos desechados, con áspera y rala vegetación, polvosa y acre. 
 Había conocido «la coqueta Tijuana», como apunta el corrido del cachanilla, cuando arribó de su pueblito, La Quemada, en Michoacán.
 
 Salió de su hogar con miles de ilusiones y una bolsa de   plástico como maleta, suficiente para cargar las tortas que su madre la   había preparado para el viaje, la mejor de sus camisas, dos camisetas,   dos calzones y dos pares de calcetines. Escondía en la planta de sus   pies el dinero ganado a base de sinsabores, trampas y  préstamos   conseguidos con la promesa de una pronta devolución acrecentada.
 
 Ahora iba en un autobús, parecido a los de colegiales, custodiado por corpulentos «gringos» descoloridos, transparentemente inexpresivos y ásperamente descorteses y bruscos. Eran miembros de la «migra», la Border Patrol, la patrulla fronteriza, ama, señora y terror de los ilegales en el bordo.
 
 El vehículo venía con sus treinta y cinco asientos ocupados, incluyendo el chofer y a los dos guardias; los demás eran «pollos» igual que él, atrapados al tratar de llegar a la tierra donde se gana el «billete verde».   Cada uno era tan sólo una cifra dentro de los mil ilegales que, según   las estadísticas, cada día ansían, por Tijuana, alcanzar la tierra   prometida, que no manaría leche y miel, pero ellos soñaban que destilaba   dólares y bienestar.
 Era en diciembre, una fría noche de Nochebuena. 
 En el camión, algunos hablaban, esporádicamente, con sordos susurros, otros dormitaban.
 
 Alguien, en tono muy bajo y socarrón, cantaba: «la migra a mí me agarró, cincuenta veces digamos ...»
      Inda, así lo llamaba su madre, hermanas,   familiares y amigos, se arrellanó en su asiento, echó hacia atrás el   respaldo, estiró las piernas, cerró los ojos y comenzó a repasar los   últimos acontecimientos vividos. Comprendió que el tiempo no siempre   tiene una misma medición física, que su duración era versátil. Así vio a   su niñez fugaz y difuminada, despreocupada, pero muy corta. Después   llegó un día, sorpresivamente, la muerte de su padre: el enfrentarse a   muchas desconocidas realidades, el saberse el «hombre de la casa»,   el morder el amargo conocimiento de las limitaciones, escaseces y la   rabia que le eructaba como impotente agrura. Así comenzó a trabajar en   la tienda de Don Patrocinio; primero, haciendo mandados; después, como   empleado de mostrador y almacén y luego como hombre de confianza del «ruco Don Patro». 
 Vio como los hombres del pueblo, de todas las edades y   oficios, marchaban camino al soñado y dorado exilio del Norte en busca   de mejor manera de vida. Algunos se habían perdido en un silencio denso y   sin fronteras; otros, de cuando en cuando, mandaban magros dólares que   administrados por sus mujeres las convertían en la envidia de comadres y   conocidos. Lencho, después de tres años, vino en Semana Santa de   vacaciones conduciendo una «troka» flamante y charolada, con   placas gringas, se murmuró en qué negocios turbios andaba. Hasta su   primo Diego Guadalupe, que había salido hacia seis meses, ya había   enviado los primero veinte dólares a tía Chonita.
 
 Así fue madurando la idea y calculó lo que necesitaría para trasponer los dorados umbrales de donde «la dolariza» era plaga.
 
 A picotazos fue consiguiendo el dinero: ahorrando de donde   casi era imposible, sisando generosamente la caja de Don Patro y    consiguiendo prestado lo que faltaba y, un día, se despidió de los suyos   que sufrieron la tristeza de la separación que él no la notaba dada la   ansiedad del futuro que le hacia olvidarse del presente, pensando sólo   en el futuro abundante que le esperaba.
 
 Viajó, incómodamente en un camión, dos días hasta llegar a Tijuana, «purgatorio de los pollos», porque de allí se pasan al paraíso.
 
 Recordaba el susto en Sonoita, cuando elementos del   resguardo aduanero trataron de encontrarle dinero y al ver el contenido   de su bolsa de plástico lo dejaron pasar, con gesto hostil y   despreciativo.
      Era de noche cuando arribó a la Central de   Autobuses, amplia, concurrida, con incitantes locales comerciales y   gentes que arrastraban bultos y maletas en todas direcciones. En el   suelo, apoyando la espalda contra la pared, un individuo con sombrero de   palma, con las manos en los morrales y en el hirsuto cordel que   amarraba una caja de cartón,  esperaba la hora de la «corrida» que lo devolvería el soñado y triste hogar. 
 Unos individuos, con mirada de zahorí, se movían,   ágilmente, con inusitada seguridad y rapidez entre los recién llegados.   Uno de ellos con desenfadada palabra y fáciles modos se dirigió a Inda   preguntándole si quería «pasar al otro lado».
 
 Por instinto natural, Indalecio se mostró evasivo y   socarrón, pero su locuaz interlocutor le explicó que con poco dinero   podía estar mañana mismo en los Ángeles, ganando en menos de una semana   el costo del traslado y «para de ahí en adelante» a divertirse en grande ya que ahí las «chavas no son remilgosas, ni se miden para darle vuelo a la hilacha».
 
 La seguridad y la  confianza que manaban del  «pollero» y    el saber que por el dinero solicitado le conseguiría, además del «pase»,   cena esa noche, hotel donde dormir y desayuno para el día siguiente   partir a la aventura ansiada, decidieron a Inda aceptar la propuesta.
 
 El «hotel» resultó una casa sucia, cacariza y   despintada, justo en frente a la Avenida Internacional. El pollero   apuntó con el índice al otro lado de la avenida y le explicó que detrás   de aquella pared de metal estaban «los dólares y la vida grande».
 
 La cena estuvo a la altura del alojamiento, una bazofia sin sabor ni gusto y se fue a dormir en un gran cuarto donde otros «pollos» entre ronquidos, suspiros y uno que otro sollozo y olor a acre humanidad, esperaban pasar la noche.
 
 Después de desayunar unas tortillas duras con chile y   sorber un líquido caliente y oscuro que le llamaron café, salió con el «pollero» y seis paisanos mexicanos, tres guatemaltecos y un matrimonio salvadoreño con su hija de pocos años.
      Cruzaron la Internacional y el «pollero» aclaró,   en determinado lugar, que tenían que sentarse en el suelo y esperar   hasta que fuera el momento de que, burlando a «la migra», pudieran pasar   por un hueco, disimulado con ramas, que habían escarbado debajo del   cerco de acero formado por las planchas para pistas de aeropuertos que   habían sobrado de la Guerra del  Golfo. 
 Eran las cinco de la tarde y ya estaba oscuro. Hacía frío e   Inda se arrebujó en su dudosa abrigadora chamarra. La niña salvadoreña   comenzó a llorar  y el «pollero» indicó que el que quisiera podría ir a tomar algo, para calentarse, en los múltiples «changarros»   que había a lo largo de la línea, en aquel sector ocupado por múltiples   grupos como el de Indalecio. En un rasgo caritativo, el «pollero» repartió papeles de periódicos entre el grupo, indicándoles que los metieran entre las ropas, para mantenerse calientes.
 
 Una camioneta negra, con vidrios polarizados, paró frente   al grupo de Indalecio; 4 individuos prepotentes y autoritarios, unos con   botas, lentes obscuros a pesar de ser de noche, gruesas chamarras y   sombrero tejano se dirigieron al «pollero». Este los saludó como   viejos conocidos y tras un críptico chiflido hizo su aparición un   individuo con gruesa cadena, pulsera y reloj de oro, a quien todos los   «polleros» apodaban «el Chif».
 
 Saludó el Chif a sus viejos conocidos, les entregó un sobre y tras un apretón de manos, «la autoridad» partió en su camioneta velozmente, hacia Playas.
 
 Todo podía verse perfectamente, a pesar de ser noche   cerrada. Grandes reflectores, como de campo deportivo, iluminaban toda   línea. Eran farolas colocadas por los grupos norteamericanos   anti-ilegales, que habían llevado a cabo una campaña de «iluminemos la frontera» y que hasta se habían ofrecido, sin conseguirlo, a «cazar» ilegales a fin de eliminar tan perniciosa plaga para «América».
 
 Al fin dio el «pollero» la orden de ponerse de pie y   recomendando el más estricto silencio, en fila india, se fue el grupo,   arrastrándose por la excavación, iniciando la marcha el «pollero» y seguido de Indalecio y detrás, todos los otros; cerraba el grupo el matrimonio salvadoreño y la niña.
 
 Al fin» ya estaban en Estados Unidos!
      Siempre en fila, pasaron campos áridos con arbustos espinosos, terrenos anegados; sudaban, a pesar del frío. 
 Indalecio oyó detrás de sí gritos y exclamaciones y voces   destempladas. El «pollero» dio la orden de dispersarse, correr y   encontrarse en un cardón que se veía a lo lejos, en un pequeño   montículo. Los gritos y maldiciones seguían, pero Indalecio corrió con   todas sus fuerzas, dando tumbos en los desniveles del terreno y   tropezando con piedras a medio enterrar. Había pasado una media hora   cuando el grupo se rehizo al pie del cardón de referencia. Allí se supo   que una banda de «asaltapollos» había tratado de despojar al    salvadoreño de sus  pocos centavos que llevaba y al repeler la agresión   había resultado muerto a puñaladas. Su mujer y  su hija quedaron   llorando junto a su cadáver.
 
 La columna de ilegales se puso nuevamente en marcha, ahora con tres miembros menos.
 
 Empezaba a aclararse el horizonte cuando después de cruzar   un terreno totalmente anegado, con alta vegetación y pájaros   alborotadores, tropezaron con una amplia avenida dividida por una cerca   de alambre. El «pollero»  explicó que después de cruzar «el frigüey»,   saltar la alambrada con gran cuidado por que por el otro carril de   Tijuana venía una racha incontrolable de automóviles, que eran los   mexicanos legalmente inmigrados que iban a trabajar a Estados Unidos   pero que vivían en Tijuana por ser allí más cómoda y barata la vida;   después, ya estarían en San Ysidro.
 
 No había amanecido completamente cuando llegaron a un   amplio estacionamiento de un centro comercial, con muchos negocios,   todos profusamente adornados con motivos navideños, grandes esferas,   flores de pascua, velas, sonrientes caras de Santa Claus y frases de   felicidad, amor y paz.
      Todo era silencio y quietud en el gran centro   comercial; sólo había animación en una gran tienda donde varios camiones   vomitaban, de gigantescos camiones, hortalizas, verduras y frutas. Se   oía que hablaban en español. 
 A Indalecio todo le impactaba: el paisaje, las construcciones y hasta el olor del ambiente se le hizo extraño.
 
 El «pollero» avisó que pronto vendría «un compa» que   los trasladaría a los Ángeles, cuando de la penumbra un policía del   centro comercial hizo su aparición. El «pollero» lo  saludó con un   «hello, Samy» y tras de darle algo que se sacó de la chamarra logró que,   con la misma discreción que había llegado, desapareciera.
 
 Atraído Indalecio por los individuos que trajinaban en los camiones, que se reían y «albureaban» (lógicamente, en español), se separó del grupo y se dirigió a ellos. Estos, al principio, se rieron y burlaron del «pollito»,   pero uno le preguntó que si quería ganarse unos dólares porque se les   había hecho tarde y, de contra, les faltaba uno de los ayudantes para   descargar. Indalecio confirmó para sus adentros que en aquel país los   dólares brotaban por donde quiera, el único trabajo era recogerlos.
 
 Uno de los camioneros explicó a Indalecio que los almacenes   de donde sacaban esos productos estaban en San Diego, que allí se   concentraba la producción agrícola de la zona, que ellos también tenían   que ir a los campos a recoger la mercancía, a lugares donde muchos   «pollos» trabajan y que cada semana los mandaban a Tijuana a vender la «rezaga»,   es decir, los productos que, por su mala calidad y condiciones, no   podían venderse en Estados Unidos pero eran comprados, con buen mérito,   en los mercados y almacenes de Tijuana.
 
 Su estrenado amigo ofreció llevarlo a un campo donde   siempre solicitaban mano de obra y que, aunque  no le iban a pagar lo   que a un trabajador legal, por lo menos dos dólares la hora podría   ganar. Indalecio sintió ruido de timbres en los oídos. Iba a ganar en   una hora lo que con Don Patro, en todo un día.
      En el campo de trabajo, en una casa móvil que   fungía como oficina del dueño del rancho, conoció a Mr. Davidson, quien   aceptó contratarlo a  partir del aquel lunes 18 de diciembre; la paga la   recibiría el sábado veintitrés, pero nada de anticipos, bastante se   sacrificaba y arriesgaba ya que le iba a dar alimentación y alojamiento   que, naturalmente, se le descontaría de lo que cobraría el sábado. 
 Indalecio aceptó sin titubear. El sábado después de pagar a   Mr. Davidson por los alimentos y alojamiento, le quedarían cerca de   cincuenta dólares.  Después de un día fatigoso y entumecedor, tras una cena rala y poco   apetitosa, marchó al galpón donde pernoctaría durante su estancia en el   campo. Allí recibió su catre, una caja de madera que fungiría de mesa de   noche y una raída cobija que también pagaría, el sábado, a Mr.   Davidson.
 
 Lleno de más ilusiones que la lechera, comenzó a hilvanar   sueños de dólares: ahorraría todo lo que pudiera para mandarle algo a su   madre y algo para pagar sus deudas y cuando estuviera bien abastecido   de dólares regresaría a la Quemada; ya vería a qué negocio se dedicaría.   Mientras lo ganaba el sueño visualizaba el regreso a su casa: su madre,   sus hermanas: Asunción, la mayor, madre soltera  y abandonada con dos   niñas; Germana, arrejuntada con Mariano, bueno y fortachón; pero la   Ruperta, que se había liado con el  borracho de Bulmaro, y le traía el   cuerpo marcado de moretones de las golpizas que solía propinarle... y   sus dos hermanas menores, Ifigenia y Thalía...
 
 La semana  pesada y lenta transcurrió, y llegó al añorado sábado; a las cuatro de la tarde pagaría Mr. Davidson.
 
 Pocos minutos antes, se formaron los obreros para recibir   sus pagas cuando, inopinadamente, ante los extrañados trabajadores,   hicieron aparición cuatro camionetas blancas con el escudo de la «Border Patrol», con oficiales vestidos de azul que hicieron a todos formar una línea y que mostraran su documentación.
 
 Los ilegales fueron metidos, con lujo de fuerza, en las   camionetas, Indalecio, cerca de Mr. Davidson que impasible contemplara   la escena, se atrevió a preguntarle si no les iban a pagar. Rojo de   indignación le contestó el dueño que él había arriesgado la comida y la   casa que ahora tampoco ellos le iban a pagar.
      Al partir, el jefe del grupo, sonriente y afectuoso, estrechó la mano Mr. Davidson y el dijo: -Gracias, Mr. Davidson por su ayuda al avisarnos de este grupo de ilegales. Tenga cuidado con gente como ésta.
 -No se preocupe- asintió sonriente Mr. Davidson, es parte de mi negocio.
 
 Después los llevaron a la oficina del Sheriff, el   interrogatorio, las declaraciones, el  llenado de una ficha, el firmar   una declaración que, de acuerdo con las leyes americanas, se daban por   notificados de que no eran aptos jamás para optar por la residencia   legal en Estados Unidos.  Gracias que uno de los «compas» (el que venía cantando lo de la   «migra a mí me agarró...) había instruido a Indalecio para que diera   nombre y datos falsos y que firmara como le pareciera. Él lo había hecho   más de veinte veces y las que faltaban.
 
 Los subieron al camión que parecía de escuela y les avisaron que volverían deportados a Tijuana.
 
 Había mucha humedad y un cielo azul, que reflejaba a lo   lejos el resplandor de Tijuana, las estrellas parecían temblar de frío   aquella noche, Nochebuena.
 
 Inda sintió nostalgia por la fecha: su madre, su familia,   la misa de gallo en la iglesita de la Quemada, el ponche reparador, los   sabrosos romeritos, las ricas corundas., el champurrado, el atole   reconfortante...
 
 Iban por la carretera que bordeaba ranchos y campos de   sembradío. En la oscuridad, a lo lejos, un edificio se desbordaba de   luz. Era la Iglesia Bautista del lugar, llena de feligreses que venían a   celebrar el nacimiento de un pobre, también exiliado alguna vez.
      Al pasar el autobús frente a la iglesia, amainó   la velocidad; Indalecio distinguió en la puerta al Reverendo Pastor,   despidiéndose de Mr. Davidson y la familia, muy arrebujada con sendos   gorros, guantes bufandas de lana y cubiertos con grueso abrigos. 
 ¡Qué bueno que Inda no escuchó lo que decía el clérigo!
 
 -Gracias, muchas gracias Mr. Davidson, por su generosa   limosna. Le aseguro que servirá para aliviar las necesidades de algunos   hermanos con poca suerte. Dios se lo premiará haciendo que sus negocios   cada vez vayan mejor para que pueda seguir ayudando tanto a los   necesitados» ...
      El coro, dentro del templo cantaba: GLOSARIO
 «Noche de paz,
 «Noche de amor,
 todo es calma en derredor...
 
  Alburear: Hablar utilizando albures. Albur: Manera de hablar en forma picaresca, únicamente usada en México. Arrejuntarse: Unirse maritalmente con otra persona en unión libre, sin que medie matrimonio. Atole: Bebida caliente confeccionada con harina de maíz   disuelta en agua o leche y hervida hasta alcanzar una consistencia   espesa y cremosa. Billetes verdes: dólares. Bordo: (Spanglish ÷ border) frontera, línea internacional divisoria entre México y E.U., en Tijuana Border Patrol: Patrulla fronteriza, cuerpo de policía   estadounidense que vigila la frontera. Su principal objetivo es evitar   la intromisión de ilegales en E.U.  Sinónimo de «Migra» (migración). Champurrado: Bebida que se prepara con maíz, agua o leche, chocolate, azúcar y canela. Changarro: Establecimiento precario, mal surtido de mercancías. Chavo: Muchacho, joven. Compa: Compañero, amigo, colega. Corunda: Tamal, muy popular en Michoacán. Corrida: Entre los autotransportistas salida de un vehículo hacia determinado punto. Itinerario. Darle vuelo a la hilacha: Divertirse, gozar sin freno ni medida. Dolariza: Cantidad abundante de dólares. Frigüey: (Spanglish  ÷ free-way) avenida de alta velocidad con varios carriles de circulación en ambos sentidos. La Internacional: Avenida en Tijuana corre paralela al   bordo (línea fronteriza). En las tardes, sobre todo, se ven grupos de   «pollos» coordinados por «polleros», esperando la mejor oportunidad de   pasarse a la «tierra prometida». Migra: Ver Border Patrol. Otro lado: Forma en que México se suele referirse a E.U. Pollo: Inmigrante ilegal en E.U. Pollero: Individuo cuya profesión consiste en cruzar inmigrantes ilegales (pollos) a E.U. Rezaga: Parte sobrante de una cosecha agrícola que por su estado o calidad no puede venderse como mercancía de primera. Ruco: Anciano, viejo, persona de edad avanzada. Troka: (Spanglish ÷ Truck) camioneta. Vehículo pequeño utilizado para transportar carga.  Pagina Anterior
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