Como si fueran suyos: La adopción en la Cultura Latina



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Como si fueran suyos: La adopción en la Cultura Latina


Laura Eunice Guadiana

     Desafortunadamente, también existen quienes no habiendo logrado lo anterior, eligen la adopción de manera compensatoria. A mi juicio, son mujeres que no lograron concebir un sentido de vida más allá de la maternidad biológica, para quienes el hijo adoptivo nunca alcanzará a llenar plenamente el nicho reservado para el hijo que estaban llamadas a procrear.

     Por último, la mujer que enfrenta y elabora el duelo del hijo propio que no habrá de llegar, y suavemente va aprendiendo que género femenino no es igual a maternidad, y que la capacidad biológica propia no necesariamente condiciona la maternidad. Se abre a la maternidad y adopción por elección, llegando a anhelarla durante el consabido tiempo de espera, con la misma ansiedad, anticipación e ilusión, con la que esperó los atrasos en su menstruación al principio de su proceso.

     Paralelamente, en otro sitio removido, se encuentra otra mujer que se enfrenta al terrible dilema de saberse embarazada y en condiciones poco favorables para ser madre. A ella también le aplastan las prescripciones y el peso de género, cultura y condición social. Muy probablemente, al sospechar su estado, pasa por su mente la posibilidad del aborto, pero lo descarta dada su religiosidad o, en ocasiones, la falta de recursos económicos para llevarlo a cabo. Es proporcional el crecimiento de su vientre con el aumento de ansiedad al saberse en condiciones adversas para la crianza de un hijo.

     Según los registros del DIF, el perfil de la madre que cede al hijo en adopción, denota que es una mujer de condición socioeconómica y educativa disminuida. En un estudio realizado en la Ciudad de México, el 25.3% de las madres biológicas eran analfabetas, y el grado más alto de escolaridad registrado en esa muestra, era de cuarto grado de primaria; el 50% trabajaba en el hogar, la otra mitad desempeñándose en servicio doméstico y como trabajadoras sexuales; 40% de ellas carecían de vivienda propia o rentada; el 60% eran solteras. El 98% eran Católicas.


     Este perfil corresponde a las madres de sólo el 25% de niños entregados directamente por ellas al DIF. Aproximadamente el otro 75% llega vía Procuraduría General, al ser recogidos en las calles o lugares de nacimiento, desconociéndose sus antecedentes. Uno no puede más que suponer que el cuadro es más desalentador.

     ¿Cómo será la experiencia de estas mujeres? ¿Cuáles los reclamos que se harán a sí mismas al considerar la posibilidad de ir en contra de sus aprendizajes en cuanto a mujer y madre? ¿Cómo enfrentar el estigma social implícito en el abandono de un hijo? El clan no perdona, juzgándolas como mujeres desnaturalizadas. Ellas mismas, ajenas a las discusiones que en este evento nos ocupan, se martirizan intentando ocultar, las más de las veces, su embarazo. Desconociendo su derecho fundamental de decidir, temen ser aprehendidas por las autoridades, lo cual las coloca en una postura de extrema vulnerabilidad. Frecuentemente entran en contacto con supuestos intermediarios que fácilmente abusan de ellas, vendiendo a sus hijos, en el mejor de los casos, a parejas y, en el peor, a traficantes de órganos, a explotadores de menores, etc.

     Otras, quizás aconsejadas por alguna persona más desinteresada, se enlazan con una pareja interesada en el niño, dan a luz en alguna clínica o sanatorio registrándose con el nombre de la madre adoptiva y regresan a su vida ordinaria al día siguiente, tratando de borrar las huellas de lo sucedido.

     Por último, el caso de las que con más conocimiento de las cosas, establecen el enlace con la pareja interesada, o con DIF, y siguen el proceso prescrito por la ley ante un juzgado que garantiza los derechos de todos los involucrados.

     Finalmente, no obstante el camino recorrido, ¿quién se ocupa de esta mujer mientras la madre adoptiva es sujeto de lluvia de regalos y felicidad? ¿Quién la acompaña? Sé tan sólo de dos casos, en México, en los cuales hubo gran compromiso y cuidado para asegurar el bienestar de la madre biológica luego del parto. En la mayoría de los casos, el sistema le arrebata la firma lo cual hace terminante la cesión de derechos y se desentiende. Se omite el seguimiento de su salud física, emocional y espiritual. Al final, habiendo entregado a su pequeño, queda abandonada a su suerte. Y pobre de ella donde regrese, donde intente mirar a su hijo, enterarse de si, en efecto, esa pareja aparentemente buena lo está siendo. Caso cerrado, puerta cerrada.

     Poco se entiende de la pobreza y la miseria no sólo económica, sino emocional, que enfrentará esta mujer. Por supuesto, menos se entiende y valora la valentía implícita en ese acto que, en muchos de los casos, se inspira en el amor y la promesa de una mejor vida para ese hijo, al cual ella no podía ofrecer nada.

     Unidas desde lo más íntimo de su ser, las vidas de la madre biológica y adoptiva se reúnen en un cruce existencial de caminos, en la complementareidad más absoluta de necesidades. Una reclama un hijo, la otra no está en condiciones de hacerse cargo de él. Una es blanca, de piel suave, educada, acomodada, casi siempre vive en pareja y tiene todo que ofrecer al hijo. La otra es morena, de piel recia, testimonio de una vida de lucha y trabajo, pobre, frecuentemente sola y sin herramientas para enfrentar no sólo el cuidado del pequeño, sino en ocasiones hasta el suyo propio. Esto es algo que suele pasar inadvertido, incluso por las mismas protagonistas. Es más fácil condenar a la primera e idealizar a la segunda.. Mala madre porque abandona, buena madre porque rescata.

     ¿Y qué hay del pequeño o pequeña? ¿Es un accidente? ¿Es una bendición? Por azares del destino, su condición de vida vertiginosamente se transforma. Viaja precipitadamente de una clase social, cultural, económica y en ocasiones, incluso étnica, a otra. Se desdobla ante él o ella, una vida marcada por caminos paralelos. Su primera historia la trae grabada en la piel, como fiel testimonio de sus orígenes. La segunda, empieza a grabarse en su corazón y consciencia al irse edificando su inclusión a esta realidad adoptiva.

     Aunque toda familia adoptiva a momentos juega a ser como las demás, LA GENTE, con mayúsculas, no permite que ese juego perdure. En mi experiencia diría que acaso una de cada cinco personas que conozco, y quizás estoy exagerando, nos ven como gente ordinaria. Me ven como a cualquier otra mamá, aman a mis hijos por ser quienes son, sin más. A mi juicio, aún persisten una serie de obstáculos idiosincráticos muy difíciles de vencer en la cultura mexicana que complican este proceso.

     Somos gregarios, muy dados a la interdependencia. Desde su ángulo positivo, ello nos permite ser muy solidarios y apoyadores. Sin embargo, el precio que pagamos es la dilución de los límites interpersonales.

      La señora de la mesa de al lado, en el restaurante se siente en entero derecho de preguntar y hacer observaciones sobre todo cuanto le llame la atención de mí. No satisfecha con eso, tiene el atrevimiento de dispensar todo tipo de consejos en relación a cómo sería mejor hacerle. ¿Y son suyas las niñas? No se parecen entre sí. ¡Qué valiente! ¿Y a todas las tiene desde que nacieron? ¿Ya les dijo la verdad? ¡Ay, qué bonito! y qué suerte que tienen una mamá como usted", o "¡Ay, qué triste! que Dios perdone y tenga en su misericordia a la madre que las abandonó." "Ojalá le salgan buenas señora, ya verá como Dios le va a recompensar su obra". Todo esto, a viva voz frente a las hijas. Podría pelear con el mundo entero o ayudarles a mis hijas a aprender a manejar esto. Ellas se preguntarán: ¿Es malo ser diferente a mamá? ¿Cuál será la verdad sobre mí?¿Fui abandonada?¿Por qué?¿Soy obra de buena caridad? ¿Mi mamá de la panza fue mala? ¿Puedo ser buena, viniendo de ella? ¿Qué hay de malo en mí que todos dicen que mi mamá es muy valiente por haberme adoptado?

     Todas estas preguntas son muy sanas, no quiero dar a entender que no hay lugar a ellas, ni que no habrán de salir conforme el chico cobre consciencia de lo que significa la adopción; simplemente señalar que sería ideal que surgieran como extensión de esa búsqueda propia del niño, después joven, que trata de poner en orden su identidad, y no en respuesta a una intromisión prematura y fuera de lugar por alguien que, a los diez minutos, estará preguntando al otro de al lado, el cómo perdió la pierna.

     Ustedes perdonen si se me escapa un poco de resentimiento, realmente resulta frustrante estar constantemente expuesto al escrutinio y curiosidad de LA GENTE. Se pone en riesgo todo lo que se viene tratando de sembrar y fomentar. Es ese deseo de no estar en el escaparate a merced de los observadores. Lo último que desea el hijo adoptivo es ser señalado como diferente. Ese mensaje que utilizan muchas mamás adoptivas de "Eres especial, te escogí, bla, bla, bla", por su naturaleza compensatoria, no deja de tener un efecto paradójico. Pienso que el chico o chica tienen hambre de sentirse menos especiales y más como los demás.

      Otro aspecto que apura a la mayoría de las familias adoptivas en México, es ese eterno y profundo racismo, herencia de nuestra historia de pueblo indígena que sobrevivió a la conquista. Ese afán de clasificar la pigmentación de la piel, lo refinado de la estructura ósea, lo respingado de la nariz, el dibujo de los párpados, la estatura, como para establecer de acuerdo a alguna escala arbitraria, el grado de acercamiento a lo indígena en contraposición a lo europeo.

      El grado de negación con que se vive el racismo en México es alarmante. Sobra señalar que se me eriza el pelo cuando oigo el término "Oaxaquita", o "Qué bonita, a pesar de ser morena". Me tomó por sorpresa cuando en vísperas de la adopción de mi tercer hija, la que entonces tenía cinco años, me dijo: "Tú sí que estás loquita, mami, ¿Cómo que quieres otra cafecita"? Con toda claridad estaba comunicando que había venido sacando sus propias conclusiones sobre el color de su piel. Y, ¿cómo no hacerlo, si el pan nuestro de cada día es"? ¿Por qué su niña es tan morena? ¿Es suya, de veras?

     De la mano con el diagnóstico étnico se suma el clacismo. De acuerdo a como te veo te trato. Desafortunadamente, los mexicanos invertimos demasiada energía en mantener de pie las distinciones de clase y condición social. Dado que en la mayoría de los casos el hijo adoptivo procede de una clase social distinta a la familia adoptante, se enfrenta a toda suerte de obstáculos para realmente lograr la inclusión social plena al grupo al cual pertenece en virtud de la adopción.

      Los adolescentes adoptivos a los que he tenido la oportunidad de acompañar a nivel psicológico, invariablemente reportan haberse estrellado contra esa muralla invisible. Algunos han perdido a algún amigo o amiga cercanos por prejuicios de esta naturaleza. El noviazgo, asimismo, puede verse obstaculizado por las presiones de la familia de la pareja prospectiva, porque "Sólo Dios sabe de dónde procede y ya sabemos que 'hijo de tigre, pintitó'". Me parece oírlos diciendo, "Mi'jo, qué lindo que eres su amigo. Habla muy bien de tus sentimientos y apertura y todo lo que te hemos enseñado pero, para casarte, piensa en alguien de tu clase". De nuevo, entre líneas: consentimiento si se trata de una buena obra, mas desaprobación si existe la amenaza de algo más serio.

     Lo que me parece terriblemente violento del efecto de todas estas variables que en lo cotidiano van matizando la experiencia del niño, luego joven y adulto adoptivo, es que con mayor o menor grado de conciencia, pegan en la parte más vulnerable de su ser, reforzando sentimientos de abandono, y el temor de que sea algo constitucional en él o ella lo que condiciona la permanencia o separación.

     El cruce de caminos donde se unen las vidas de los protagonistas de este trabajo, merece ser más amable, los juicios deben ser más amables, la sociedad debe ser más amable, los temores deben ser más amables.

      Lo alternativo, en el terreno de lo familiar en el caso de la adopción, también en el de la preferencia sexual, profesional, religiosa, por nombrar algunas, tiene un gran reto por delante en una cultura como la mexicana.

     Nuestra conciencia como pueblo exige a través de los signos de desesperanza, estancamiento e injusticia, evolucionar hacia sistemas de creencias más abiertos y tolerantes. Necesitamos aprender a tener más protagonismo y menos pasividad en la construcción de nuestra realidad. La educación de nuestras hijas e hijos necesita inculcar mayor flexibilidad, apertura, independencia y capacidad de juicio crítico, y nosotros debemos aprender a enamorarnos de los cambios que esto suscite.

Te hilvané a mi durante la noche en la mecedora,
maravillada por tus dedos; el ombligo ajeno,
memoricé el trazo de tus cejas,
desenmarañé tu lenguaje.
Habiendo aceptado lo desconocido,
me mantuve vigilante a encontrar
pruebas de nuestra unión.

Píenselo la próxima vez. A mi nunca se me ocurrió desde la mecedora.

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Posted on

February 16, 2015